sábado, 19 de diciembre de 2015

La sangre derramada y la siembra de esperanza

La sangre derramada y la siembra de esperanza (*)

Conferencia dictada en Bogotá, Colombia el 7 de abril de 2015 en la Cumbre mundial por el Arte y la Cultura para la Paz en Colombia [el texto debió abreviarse a la mitad por cuestión de tiempo]

Eduardo de la Serna



La muerte de Abel, la sangre sembrada por Caín nos invita a pensar. Y repensar.

El texto bíblico nos dice que Abel era pastor y Caín labrador del suelo, el mismo que – poco antes, a consecuencia de la desobediencia de Adán y Eva – Dios había maldecido. A continuación cada uno presenta a Dios su ofrenda. Sin que nos quede claro por qué, a Dios le gustó la ofrenda de Abel y no miró la de Caín (¿por presentar frutos de la tierra maldecida?), y esto enojó al mayor. Lo cual lo deja cabizbajo e irritado. Siete veces se insiste en que Abel es “hermano” de Caín. A pesar de la ofrenda, el eje del relato no es la relación entre Caín y Dios sino entre él y su hermano. Como un animal que acecha, es Caín quien se lanza sobre su hermano y lo mata. 

A partir de entonces, comienza el juicio por parte de Dios: interrogatorio, alegatos y sentencia. Como lo había hecho en el jardín de Edén, Dios pregunta “dónde está”, en este caso Abel. Como allí, el interrogado se desentiende del hecho, y luego surge un testigo inesperado: las sangres (en plural, por lo terrible del hecho). Pero no se dice que ésta fuera “derramada” sino que el suelo, ya maldecido, recibe de mano del labrador la sangre, vida, alma de su hermano. Pero estas sangres “claman”. El grito del dolor no deja impávido a Dios, el mismo que libera a Israel de la opresión egipcia por haber “oído el clamor de (su) pueblo”. La sentencia de Dios – que el mismo Caín reconoce – es desplazar al campesino de su tierra. Pero, sin embargo, este Dios no lleva la sentencia hasta el final. No aplica el “ojo por ojo, sangre por sangre” sino que con una señal protege la vida de Caín ante cualquiera que lo amenazare.

Sería fundamentalista y falso pensar que el texto bíblico se repite una y otra vez en nuestra historia y que podemos ver la realidad e historia colombiana allí reflejada. Pero no es menos cierto que hay elementos del relato que nos permiten pensar nuestro pasado y nuestro esperanzador camino por andar.

La tierra: no es demasiado difícil reconocer que el problema de la tierra es un tema clave en el conflicto colombiano. Tierras usurpadas, ocupadas de hecho, campesinos y ganaderos, propietarios y hacendados no son simples espectadores ante la situación. En muchos casos responsables, gestores o financiadores de ilegalidades, latifundios, monocultivos, minería ilegal, plantaciones ilegítimas son con frecuencia punto de partida para comprender la violencia y el conflicto. Sin duda, no es monopolio de Colombia la causa de los conflictos y violencias gestadas en la propiedad de la tierra. Los viejos conflictos de la United Fruit, y la caricaturesca referencia a “países bananeros”, tienen allí un elemento importante de la comprensión del problema. La sola mención de la palabra “reforma agraria” es para muchos de ellos una palabra más grosera que la mención o el insulto más ofensivo. El tema ya fue planteado en 1968 por el grupo sacerdotal Golconda:

Esta clase dirigente, renovada y fortalecida allá por los años 30, aparece como dueña absoluta de las tierras que otrora pertenecieron los indígenas, para utilizarlas en su exclusivo provecho.
En cuanto al pueblo, la inmensa mayoría de la población, quedó imposibilitado -luego de haber derramado su sangre en los campos de batalla- para vivir como ciudadanos en su propia patria.

El desafío de relativizar la propiedad privada es un reto todavía vigente. Y – sin dudas – sin un profundo criterio de equidad y justicia difícilmente lo que parece la causa primera de la violencia no vuelva a provocarla de una u otra manera y reaparezca siempre nueva si no se encuentra una solución justa. Y no habrá verdadera justicia si los más pobres no tienen la posibilidad alegre de gestionar su propia vida, su trabajo y ganar su sustento. La tierra, al ser latifundio, al ser ámbito de explotación o de injusticia es suelo maldecido, como el que labra Caín. Suelo que Dios no mira, porque para Él sólo cuenta el momento en que el otro es tenido en cuenta como verdadero hermano y hermana.

Culto: es curioso, y particularmente desafiante que en un pueblo religioso como es el colombiano muchos no parezcan ver una contradicción entre ser capaces de desentenderse de su hermano y ser provocadores de violencia y muerte y que son después fervientes participantes en cultos y celebraciones. Como Caín, hay quienes aunque sean capaces de matar a sus hermanos participan del culto. Y se los ve en la televisión con gigantescas cruces los Miércoles de Cenizas, o haciendo bendecir sus armas, o participando en celebraciones públicas… ¡o celebrándolas! El Dios de la Biblia rechaza el culto vacío, que no viene acompañado por una preocupación concreta y militante por el hermano. Allí Dios no está, allí no lo encontramos aunque estemos convencidos de lo contrario. A Dios lo encontramos en el cumplimiento de su voluntad que es el derecho y la justicia, la preocupación por el huérfano y la viuda, la atención a los desplazados, porque antes lo fue el mismo Israel. Ese culto sin esto se asemeja más a la idolatría, a una manipulación de Dios que a una búsqueda del encuentro con Él que se realiza auténticamente en el encuentro con el hermano.

Sangre: para la Biblia la sangre es la vida misma, es el alma de las personas. Es territorio sagrado. Y divino. La sangre que Caín siembra, como “trabajador de la tierra” es muerte, asesinato. Lo que surge de esta tierra y de esta siembra es el clamor. La sangre debe permanecer dentro, cuando sale fuera es sinónimo de violencia. Es el complejo choque entre lo sagrado y lo profano. Aquel que creía encontrarse con Dios en el culto, atenta contra Dios al abalanzarse como serpiente sobre su hermano, al sembrar su sangre, al desconocerlo como hermano. Pero esta vida – muerte sembrada debe producir algo. Algo que en este caso es un grito de dolor. Hablar del conflicto es hablar de abundancia de sangre derramada; ¡demasiados colombianos y colombianas han sido sembrados en este suelo maldecido por la violencia! Y soñar el cese del mismo es pretender que la sangre “nunca más” sea derramada; que la sangre vuelva a ser símbolo de vida. El General Perón afirmaba en Argentina que las revoluciones se hacen con sangre o con tiempo. Si se elige el tiempo, se ahorra sangre, si se elige la sangre se ahorra tiempo. El ya demasiado extenso tiempo de conflicto colombiano muestra que nada de eso se ha ahorrado. Quizás sea tiempo de soñar una revolución en la que el tiempo sea aliado para que nunca más la sangre sea derramada. Que lo que caiga en la tierra sea el sudor del trabajo digno, y que nunca más sea pisada por las botas de la violencia sino por los bailes populares de la alegría.

Clamor: en la Biblia, el clamor, como grito de dolor es algo que conmueve a Dios. El Dios bíblico no es indiferente, distante al sufrimiento. Es el Dios de la compasión, el Dios maternal. La opresión de los campesinos judíos por parte del imperialismo egipcio arranca un clamor del que Dios no puede y no quiere quedar indiferente. O impávido. Y provoca liberación. Y de este clamor es capaz de crear. Se crea un pueblo. Ese grito de dolor es lo contrario de la verdadera justicia, que es lo que Dios quiere. El pueblo de Dios está llamado a vivir en justicia, pero es capaz de provocar gritos de dolor. Dolor – además – que no nace de la búsqueda egoísta de la autocomplacencia, sino dolor que surge de la violencia, de la sangre derramada. Es el clamor de las víctimas.

Pero no nos quedemos aquí en una mera mirada casi auto-referencial. 


  • El golpe pseudo-constitucional contra Fernando Lugo, en Paraguay, tuvo como excusa una matanza de campesinos de la que se lo responsabilizó fraudulentamente. 
  • El intento de golpe contra Evo Morales en Bolivia tuvo su origen en temas de tierras y de Madre Tierra. Su origen indígena era una especie de señal que debía ser anulada para que los que se creen dueños pudieran seguir empobreciendo a los campesinos y enriqueciendo sus cuentas bancarias. 
  • El intento de golpe contra Cristina Fernández de Kirchner (el primero de varios) tuvo su origen en un intento de gravar el enriquecimiento pornográfico de agricultores y ganaderos. 
  • El gobierno de Sebastián Piñera en Chile aplicó a los indígenas mapuches la ley antiterrorista por el conflicto por la posesión de recursos naturales.  
  • Y se puede seguir con el problema de las tierras, indígenas, paramilitarismo, tráfico de estupefacientes en México, y tantos otros sitios. 

El intento sistemático de unos pocos de quedarse con todo y despreocuparse de la situación de las mayorías pobres, indígenas, campesinos, afro-descendientes, desocupados o sub-ocupados de las grandes ciudades… es gestor de políticas. Políticas que vemos cotidianamente en nuestra América Latina.

La dictadura militar argentina, impuesta el 24 de marzo de 1976, utilizó las organizaciones guerrilleras ERP y Montoneros como una excusa ante el mundo para tomar el poder y establecer el orden, aunque ambas organizaciones estaban ya diezmadas y desarticuladas. La posibilidad de confrontarlas con la legalidad era evidente. Pero fue una excusa. Una excusa para imponer a sangre y fuego un modelo económico genocida. Mirar la deuda externa argentina, la desocupación o la distribución del ingreso cuando asume el poder la dictadura militar y mirar los mismos indicadores cuando deja el gobierno derrotada y fracasada es un indicio de sus verdaderos objetivos. Es por eso que necesitó particularmente la ayuda de dos grandes poderes exógenos: la prensa y la jerarquía eclesiástica. Una prensa que creó el clima preparatorio del golpe y luego creó el ambiente propicio para que se sostuviera, beneficiándose económicamente, por cierto, y una jerarquía que bendijo y dio sustento pseudo-teológico a la dictadura. De allí que muchos hablemos de una dictadura eclesiástico-cívico-periodístico-militar.

Casi en soledad el primer obispo de Quilmes, Buenos Aires, decía en la Navidad de 1976:
No basta examinar la conciencia, es necesario proponerse valientemente un programa constructivo: «Si quieres la paz, defiende la vida». Y la intención del Papa es aludir manifiestamente a la vida corporal: su conservación, su seguridad, su promoción plena.  Frente a tanta sangre derramada en el mundo entero en lo que va del siglo, y en nuestra patria en los últimos años, nadie osará enrostrar a Dios con la frase intempestiva de Caín: «¿soy yo acaso el guarda de mi hermano?» (Gen 4, 9), pues, desde la solidaridad humana fundada en la encarnación del Hijo de Dios cuya presentación en la historia se evoca precisamente en la Navidad, Dios sigue diciéndonos: «se oye la sangre de tu hermano clamar a mí desde el suelo» (Gen 4, 10).

No en vano, terminada la era del terror, el genocidio en Argentina continuó con la aplicación del modelo neoliberal ya implantado, un auténtico genocidio planificado, y cuando – más adelante – se aplican políticas públicas más inclusivas, el nuevo modelo padece las críticas de los mismos sectores: eclesiásticos, empresarios y periodísticos. La proliferación de neoliberalismos genocidas en América Latina, muchos de los cuales pudieron ser en mucho o en parte desarticulados con el tiempo, aunque sigan intentando volver por otros medios no democráticos, como se ve en Chile, Venezuela, Brasil y Argentina, por ejemplo; aunque en otros lados, como Colombia, siguen vigentes en nombre de Pactos del Pacífico o tratados de libre comercio, son indicio de todo esto. Sin dudas el neoliberalismo colombiano no parece separable del Plan Colombia, de las bases militares, de los “aportes” de la CIA y de las relaciones espurias de más de un gobierno con el imperialismo del Norte. Y sin dudas, la experiencia de muchos países de América Latina ha de servir de alerta y desafío a Colombia si pretende alcanzar perdurable y justamente la deseada paz.

A modo de ejemplo y testimonio de todo esto me permito citar un caso emblemático de la América Latina ocurrido en la república de El Salvador en 1980. La situación de dictadura o gobierno títere era patética y grave. Las Fuerzas Armadas estaban al servicio del poder económico, y todo esto era alentado desde los Estados Unidos. Una guerrilla fuerte, numerosa y con importante inserción en el ambiente campesino tenía al país en un estado de virtual guerra civil. La situación llevó al obispo Oscar Arnulfo Romero a escribir una maravillosa carta pastoral sobre la violencia. Allí invitó – coherentemente con los documentos episcopales de Medellín – a reconocer que la violencia de reacción (la guerrillera inclusive) no era la “violencia primera”. Hay una violencia institucionalizada que es gestora de las demás violencias. De allí surge la reacción de diferentes tipos. Lo mismo ocurre con la violencia represiva, que es a su vez respuesta a esta. La mirada a los distintos tipos de violencia, sus causas, sus análisis conserva actualidad en la realidad mundial actual, no sólo latinoamericana. Pero el monopolio de la información llevó a la sociedad y al mundo a creer que la guerrillera era la violencia primera. Y la represión, entonces, no era vista como una defensa de los intereses de los poderes hegemónicos, sino como una justa defensa social ante una agresión originaria. Los Estados Unidos ayudaban económicamente y con armas al gobierno de El Salvador y entonces el mismo arzobispo Romero escribe una carta al presidente Jimmy Carter pidiendo que no envíe más armas a su país (algo en lo que obviamente fracasó). La violencia seguía, y entonces un 23 de marzo el obispo habló muy claro. La misa desde la catedral era transmitida por la radio diocesana y escuchada en todos los hogares campesinos de El Salvador. Allí les dijo:

"Yo quisiera hacer un llamamiento, de manera especial, a los hombres del ejército. Y en concreto, a las bases de la Guardia Nacional, de la policía, de los cuarteles... Hermanos, son de nuestro mismo pueblo. Matan a sus mismos hermanos campesinos. Y ante una orden de matar que dé un hombre, debe prevalecer la ley de Dios que dice: "No matar". Ningún soldado está obligado a obedecer una orden contra la Ley de Dios. Una ley inmoral, nadie tiene que cumplirla. Ya es tiempo de que recuperen su conciencia, y que obedezcan antes a su conciencia que a la orden del pecado. La Iglesia, defensora de los derechos de Dios, de la Ley de Dios, de la dignidad humana, de la persona, no puede quedarse callada ante tanta abominación. En nombre de Dios, pues, y en nombre de este sufrido pueblo, cuyos lamentos suben hasta el cielo cada día más tumultuosos, les suplico, les ruego, les ordeno en nombre de Dios: Cese la represión"
El clamor de los campesinos, como el de Abel, subió al cielo, y como profeta Romero habló en nombre de Dios. Al día siguiente, durante la misa, fue asesinado. La voz del mártir y la voz del profeta son una voz de Dios para nuestra América Latina. Quizás países como Argentina y Colombia hayan extrañado y sigan extrañando voces episcopales de profetas y que se escuche la voz de sus muchos mártires para reconocer el paso de Dios escuchando el clamor del dolor y proponiendo auténticos caminos de justicia.

Si algo ha caracterizado nuestra América Latina en sus búsquedas de liberación y justicia es la proliferación de mártires. El nombre “mártires” tiene su origen en el griego y se refiere a aquellos y aquellas que dan testimonio de sus convicciones y militancia, de sus pasiones y su fe hasta el final violento de sus vidas. Aquellos que testimonian lo que creen cuando son matados, y dan la vida por ello. De allí un famoso dicho cristiano del siglo II: “la sangre de los mártires es semilla de cristianos”. El testimonio es – aunque doloroso – una invitación al seguimiento. Como tantos otros de nuestros países, Colombia es tierra de mártires. Y los creyentes estamos convencidos que en esa vida arrancada Dios está diciendo algo. El mártir, la mártir son una palabra de Dios para nuestro tiempo. Resulta doloroso que tantos en la jerarquía eclesiástica argentina o colombiana silencien sus muchos mártires, obispos, presbíteros, religiosos, catequistas y miles y miles de pobres, campesinos y desconocidos. ¿

  • No nos dice algo Dios sobre la búsqueda de la verdad y la defensa de los derechos humanos al mirar el martirio de Elsa Constanza Alvarado y Mario Calderón, investigadores del CINEP asesinados en mayo de 1997? 
  • ¿Qué dice Dios sobre los conflictos de las tierras, los indígenas y los afrocolombianos en el martirio de Yolanda Cerón en Tumaco, en septiembre de 2001? 
  • Cientos y miles de mártires campesinos, indígenas, afrodescendientes, religiosos, sindicalistas, periodistas, dicen mucho, su sangre clama desde el seno de la Madre Tierra colombiana y latinoamericana. ¿Qué dice a nuestra historia? ¿Qué dice a nuestro presente y futuro?


Cuidado: A pesar que el texto insiste en que Caín es hermano de Abel, éste no sólo es asesino sino que a su vez se desentiende de su hermano: “¿Soy acaso yo el guardián de mi hermano?”, afirma. No está dispuesto a hacerse cargo de Abel. El reconocimiento del otro como “hermano” es el punto de partida del criterio de justicia, de igualdad en el Israel bíblico. Porque el otro es un hermano no puedo maltratarlo, esclavizarlo, ser usurero con él. Los otros pueblos no lo son, pero un judío sí, y por eso las leyes de Israel son sumamente amplias en la defensa del hermano. Si alguien debiera venderse como esclavo por deudas, por ejemplo, el hermano que pudiera está obligado a pagar el rescate a fin de devolverle la libertad sin quedar el beneficiario con deuda alguna con su pariente. Ser hermano implica un compromiso con el otro, con su vida, su salud, su sustento… el guardián es quien debe ocuparse, cuidar (como el pastor “cuida” su rebaño). Sin duda – y más por ser primogénito – Caín debe ser guardián de su hermano. ¿Cuánto cambiaría en nuestra mirada del presente, de la propiedad privada, de resolución del conflicto, de propuestas firmes de paz si partiéramos de un reconocimiento claro del otro, la otra como verdaderos hermanos? ¿Cómo serían nuestras políticas activas al interno del conflicto o con los países vecinos – pienso en la mirada de muchos colombianos a la hermana y querida República Bolivariana de Venezuela – si nos reconociéramos como verdaderos hermanos?

Compasión: un elemento llamativo – e interesante a la hora de hablar del Dios de la Biblia – es que, como ya había ocurrido con Adán y Eva en el jardín del Edén, Dios mitiga la pena que hubiera correspondido al responsable del delito. A pesar de que Caín se reconoce a sí mismo como asesino, y sabe que “cualquiera que me encuentre me matará”, lo cual sería razonable en la aplicación de la ley bíblica llamada del Talión, Dios pone una señal a Caín (el texto no dice cual, y saberlo no es importante para la comprensión del mismo) para que quien intentara hacer justicia sepa que Dios se hace cargo de la vida de Caín. Dios mitiga la pena porque se interesa, es guardián de Caín.

Desplazamiento: Pero la mitigación de la sentencia no implica desentenderse del hecho. Caín es desplazado de la tierra. El texto utiliza dos términos que se ilustran mutuamente: vagabundo y errante. El primero vaga de un lugar a otro sin un rumbo fijo. Algo muy distinto del nómade. Es inestable y sin hogar. El segundo también es uno que no tiene techo ni lugar fijo. Es un necesitado. Ambas se asemejan al desplazado, aunque en este caso que comentamos se trata de una situación de la que Caín mismo es responsable de ello a causa de su crimen. Sin dudas la situación de desplazamiento es lo suficientemente perversa como para ser vista como un castigo adecuado para el asesino de su hermano después de haber mitigado la pena más grande que le hubiera correspondido. En las situaciones de aquellos que han sido víctimas del desplazamiento forzado (las que lo son por las más diversas situaciones, como las migraciones por hambre, desocupación, tragedias climáticas y – por supuesto – por el conflicto armado o la posesión criminal de la tierra) a la situación de vagar errante ha de sumarse la experiencia dramática de la violencia. Otros hermanos han decidido desentenderse de sus hermanos, abalanzarse sobre el / los débiles, y la tierra, maldecida por la violencia – o mejor, los violentos que la maldicen – expulsan a los débiles, a aquellos para los que la vida es un soplo (eso significa el nombre Abel). De este modo volvemos al comienzo, a la tierra. A la causa del conflicto, al punto de partida de la posible solución.

El mencionado grupo Golconda afirmaba:

Indudablemente que esta situación es imposible de superar sin una verdadera revolución que produzca el desplazamiento de las clases dirigentes de nuestro país, por medio de las cuales se ejerce la dependencia del exterior.
Asimismo, la verdadera reforma agraria, que ofrezca al pueblo, tan honrado en los discursos políticos a la hora de las promesas, pero crucificado a la hora de los hechos, un real acceso al disfrute de la tierra, y por consiguiente, a la participación de la producción, en las decisiones del país y en su grandeza.
Mencionar la situación de sufrimiento del pueblo como “crucificado” es una auténtica novedad en la actualidad (1968). La teología de la liberación, en nuestros días, ha hecho suya la idea y la ha profundizado a la luz de los nuevos tiempos. Se habla de “pueblos crucificados” y de la búsqueda de vida como un “bajar de la cruz” a los pueblos crucificados. El tema tiene, a su vez, fuertes raigambres bíblicas. Pero ¿qué sería bajar de la cruz a los pueblos crucificados en Colombia, y América Latina? Es importante destacar que el uso “domesticado” de la “cruz” ha hecho que esta sea aplicada a cualquier situación de dolor, como podría ser incluso una enfermedad grave. Sin embargo, la cruz es inseparable de los crucificadores. Los poderosos son quienes tienen la autoridad impune para enviar a la cruz a los débiles, a sus adversarios, a los que son obstáculo a la consecución de sus propios fines. Cruz no es sólo sufrimiento sino también injusticia y un poder capaz de infligirla. Cruz es Jesús, pero es también Pilatos, Roma, tortura y Judas. El pueblo crucificado sabe que cuenta con Dios, su Padre y Madre para alcanzar la resurrección, pero a su vez requiere de quienes lo bajen de la cruz para que no haya ya crucificados. Las múltiples cruces del pueblo colombiano: la pérdida injusta de la tierra, la violencia, la pobreza, el desprecio a indígenas y afrocolombianos, la violencia contra la mujer como campo de batalla, la falta de trabajo o de trabajo digno, el desplazamiento, y las decenas de consecuencias del conflicto: secuestros, minas anti personales, reclutamiento forzado, torturas, masacres, sicariato son cruces que deben quedar vacías. Con el descenso de los pobres de la cruz empezará la resurrección de Colombia y con ella la de América Latina toda.

Cada pueblo tiene, sin dudas, sus propias cruces, sus propias luchas y sus propias expectativas de resurrección. Sin dudas no es idéntica la situación de los indígenas en Guatemala que en Uruguay, de los afro-descendientes en Brasil que en Chile. Eso no impide que haya muchos elementos comunes en las cruces, y también que los haya en los caminos de vida y liberación.

Si es cierto que no hay cruz sin crucificadores, sería ingenuo y falso pensar que nadie se opondrá a bajar de la cruz a los crucificados del conflicto. Y si bien es diferente cada situación y país, se han vivido procesos de paz en Guatemala y El Salvador (costosos, con tumbos, avances y retrocesos), en Argentina, en Brasil y Uruguay y pareciera que hay elementos que se pueden tener en cuenta para que bajar de la cruz a algunos no signifique que puedan encontrarse con Pilatos a la vuelta de la esquina. La experiencia suele indicar que no es habitual que los crucificadores contribuyan a la paz; así se ha visto en Sudáfrica y en el primer intento en Argentina, por ejemplo. Vista la experiencia, siempre difícil, conflictiva y ardua de mi país, me resulta difícil entender cómo pueda lograrse la paz en Colombia con la vigencia plena del modelo neoliberal y con las relaciones casi promiscuas con los Estados Unidos. La dificultad de implementar un simple nuevo sistema de basura en Bogotá en nombre, entre otras, de la competencia y la libre oferta y demanda – aunque muchos podamos creer que en realidad se trata de enemistad manifiesta que toma la basura como excusa (al fin y al cabo la democracia no es tema de quien no fue elegido por el pueblo) – muestra la dificultad de alcanzar procesos de encuentro, humanos, de vida y fiesta. Pero la experiencia de que, a pesar de las dificultades, y sabiendo que no hay recetas ni magia sino que la voluntad, la militancia, la firme decisión de unos y otros, puede permitir que se den los primeros pasos y que más temprano que tarde Colombia sea la tierra de paz que siempre mereció, pero que hasta ahora no hemos podido experimentar. Una tierra donde todos se sientan guardianes de sus hermanos, una patria donde la tierra sea bendecida por la fraternidad y sororidad, un espacio donde las armas se transformen en instrumentos de labranza y sea verdad que el único riesgo de venir a Colombia sea querer quedarse.

Tengo la sensación que en el texto de Caín y Abel se encuentran explícita o implícitamente los cinco puntos de discusión para el fin del Conflicto armado entre el Gobierno y la guerrilla de las FARC. Tengo también la sensación que la firma del fin del Conflicto está pronta, pero que sería injusto y peligroso creer que con ese momento crucial y fundamental “todo ha concluido”. Hay muchos que hacen y harán lo imposible por lograr su fracaso, lo sabemos y algún hacker lo demuestra. Pero sabemos también que hay millones de colombianos y colombianas que miran con esperanza el fin del conflicto.

El Nuevo Testamento va todavía más allá del texto de Caín y Abel. Nos dice que se ha iniciado una Nueva Alianza con Cristo. La vida y la muerte de Jesús nos llenan de vida. Pero no por el odio de Pilatos o Caifás, sino por el amor inmenso de Jesús que solidariamente con los que sufren – por quienes tiene una compasión maternal – se entrega para dar más vida. El autor de la carta a los Hebreos lo afirma con claridad: «ustedes se han acercado… a Jesús, mediador de la nueva alianza, a una sangre rociada que grita más fuerte que la de Abel».

Aquellos que se llamen cristianos en Colombia – pero no por dar culto, sino por ser guardianes de sus hermanos – del mismo modo que todos los que pretendan una “Colombia humana” deberán – deberemos – saber que buscamos “que el dolor no nos sea indiferente”, que la guerra “es un monstruo grande y pisa fuerte toda la pobre inocencia de la gente”. Y por eso podemos y soñamos cantar una “Canción de caminantes”:

Porque el camino es árido y desalienta.
Porque tenemos miedo de andar a tientas.
Porque esperando a solas poco se alcanza,
valen más dos temores que una esperanza

Dame la mano y vamos ya, dame la mano y vamos ya.

Si por delicadeza perdí mi vida
quiero ganar la tuya por decidida.
Porque el silencio es cruel, peligroso el viaje,
yo te doy mi canción, tú me das coraje.

Dame la mano y vamos ya, dame la mano y vamos ya.

Ánimo nos daremos a cada paso,
ánimo compartiendo la sed y el vaso.
Ánimo, que aunque hayamos envejecido,
siempre el dolor parece recién nacido.

Dame la mano y vamos ya, dame la mano y vamos ya.

Porque la vida es poca y la muerte mucha,
porque no hay guerra, pero sigue la lucha.
Siempre nos separaron los que dominan
pero sabemos hoy que eso se termina.

Dame la mano y vamos ya, dame la mano y vamos ya.




Diseño tomado de https://javiersoriaj.wordpress.com/2011/08/03/postales-del-ezln-10-no-a-la-guerra-2/

No hay comentarios:

Publicar un comentario