sábado, 19 de diciembre de 2015

OC 10 La novedad del bautismo

La novedad del bautismo



Eduardo de la Serna





            En el judaísmo del siglo I, había diferentes actitudes frente a los extranjeros. En el año 70 -cuando los romanos destruyen Jerusalén y el Templo- la situación se agrava; pero en esta nota nos detendremos sólo en el período anterior a este acontecimiento.


Había algunos judíos que eran bien tolerantes, o incluso había quienes buscaban convertir a algunos, a los que llamarán prosélitos (Mt 23,15); otros, en cambio, los desprecian profundamente: los llaman “impuros”, y hasta “perros”, (Fil 3,2). Para los judíos seguidores de Cristo, tampoco era fácil la situación; y no parece haberlo sido nunca en todo el movimiento de Jesús. Sí es probable que todos tuvieran una actitud abierta y receptiva, pero mientras algunos estaban dispuestos a recibirlos en el judaísmo, con una purificación y la circuncisión mediante, otros -en un impulso dado desde la comunidad de Antioquía, según parece- consideran que con la plena unión con Cristo que provoca el Bautismo, este es suficiente para lograr el acceso a la comunidad de Dios y ya no hace falta nada más.


            Para los judíos, es la circuncisión la que los hace “hermanos”. Este término está cargado de contenido para los judíos: “hermanos” son los miembros de la “asamblea” (Sal 22 [21] 23); en el caso de los prosélitos, es decir, los paganos convertidos al judaísmo, se los considera “hermanos menores”, como los niños circuncidados hasta que se vuelven “hijos de la ley”, pero son hermanos al fin (aunque algunos judíos como los del Mar Muerto tienen hacia ellos una actitud bastante más rígida y de rechazo que otros, como es el caso de los fariseos). Es bueno recordar que en el judaísmo de antes del 70 no había una concepción uniforme, sino más bien había "judaísmos".


            Para muchos seguidores de Jesús -y Pablo es un abanderado de esto- el bautismo es suficiente, y por lo tanto nos hace “hermanos”. Ya hemos señalado en notas anteriores que el bautismo iguala a esclavos y libres, mujeres y varones, judíos y paganos (Gal 3,27-28); el caso de la mujer es emblemático: mientras la circuncisión introduce sólo al varón al pueblo de Dios, el bautismo incorpora plenamente también a la mujer a este grupo.


            Pero esto no es fácil de aceptar por muchos seguidores de Jesús que consideran que se está relativizando una institución tan importante de Israel como la circuncisión; y lo mismo se teme que ocurra con el Templo, ya que en ellos se afirmaba que “Cristo murió por nuestros pecados” (1 Cor 15,3), con lo que el Templo perdería así gran parte de su importancia. Es fácil -por lo tanto- comprender por qué algunos judíos de Palestina persiguieron con violencia a los judíos seguidores de Jesús provenientes del ambiente pagano.


            La novedad absoluta que dan estos seguidores de Jesús al bautismo, es el punto de partida para comprender no solamente el conflicto (que acompañará a Pablo en todo su ministerio), sino también el sentido evangelizador. Veamos, para ejemplificar esto, un elemento principal: ser “hijos de Dios”.


            Los judíos se sabían, como pueblo elegido, “hijos de Dios” (Ex 4,22; Os 11,1); esa filiación surge, ciertamente, de una adopción de parte de Dios, no de algo “natural”, pero es un sello del pueblo. En realidad, el término “hijo de Dios” era ambiguo. Los pueblos vecinos veían con frecuencia al rey como un hijo de la divinidad, y el faraón era el caso más evidente. La teología judía, aún la más funcional al rey, no podía avanzar tanto. De allí que se llegue a afirmar que Dios “recibe” como hijo al rey en el momento de su coronación (2 Sam 7,14; Sal 2,7). En otras corrientes -más cercana a la lectura apocalíptica- ven a los ángeles como hijos de Dios, en especial releyendo textos como Gen 6,1-4. Precisamente esta ambigüedad del término permitirá afirmar que, como descendiente de David, Jesús es hijo, pero -a su vez- al ser resucitado por Dios, es “hecho hijo” de un modo nuevo (Rom 1,3-4). De este modo, el término adquiere novedad. Puesto que el bautismo nos “sumerge” (recordar que “bautismo” es un término griego que significa “sumergir”) «en Cristo», somos, como él, hijos. El bautismo, en cierto modo, nos introduce en la resurrección de Jesús, y -por tanto- de algún modo “ya” participamos de una novedad aunque “todavía no” hayamos resucitado (Rom 6,3-4). Por esta unión con “el hijo” Jesús, somos también, en cierta manera, “hijos” y podemos llamar a Dios -como él lo hacía- “abbá”, papá (Gal 4,6; Rom 8,15). Los paganos que reciben el bautismo, entonces, son también ellos “hijos de Dios”, como lo son los judíos. Y participan, por tanto, de las bendiciones que Dios ha otorgado a su pueblo (Rom 9,4-5). Deben, por tanto -así lo afirma Pablo- ser recibidos y reconocidos como plenamente hermanos.


            Siendo el bautismo el paso primero en la incorporación en el pueblo de Dios, no estaría mal preguntarnos con qué autoridad a veces se niega el bautismo a quienes lo piden; o la pertinencia de cientos de exigencias a veces imposibles de cumplir para la gente sencilla. Si el bautismo nos hace “hijos” por estar unidos “al Hijo”, no está mal recordar el texto:
«Yo me rebelo contra las "religiones" que hacen agachar la frente de los hombres y el alma de los pueblos. Eso no puede ser religión. La religión debe levantar la cabeza de los hombres... Yo admiro a la religión que puede hacerle decir a un humilde trabajador frente a un emperador: ¡Yo soy lo mismo que Ud., hijo de Dios!» (Evita Perón)


Foto tomada de http://www.panoramio.com/photo/46053518

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